La violencia contra la mujer efectuada por un expresidente
En la esfera pública, el discurso sobre la violencia contra las mujeres ha adquirido una relevancia crucial. Líderes políticos, activistas e instituciones se han comprometido a erradicar este grave problema, abogando por políticas más estrictas, apoyo a las víctimas y una cultura de respeto e igualdad. Sin embargo, la realidad puede ser mucho más compleja y desalentadora cuando los mismos líderes que predican la erradicación de la violencia de género están involucrados en casos de abuso.
El reciente escándalo del expresidente de Argentina, Alberto Fernández, acusado de agredir a su expareja, expone una grave contradicción, desafiando la autenticidad y eficacia de los mensajes proclamados desde las esferas de poder.
Durante una investigación contra Fernández por presunta corrupción, el magistrado federal Julián Ercolini ordenó revisar el celular de la exsecretaria privada del expresidente, encontrando mensajes antiguos enviados por su expareja, Fabiola Yáñez, en los que denunciaba episodios de maltrato. Esto dio lugar a una investigación más amplia, abriendo una caja de pandora de violencia.
No es mi intención profundizar en los detalles íntimos de la violencia sufrida por la víctima, ya que podría resultar invasivo y distorsionar el mensaje principal sobre la violencia de género. Además, la repetición de estas imágenes o mensajes puede revictimizar a las personas afectadas y desviar la atención del problema central. Sin embargo, es importante destacar una frase de la víctima que resume drásticamente lo vivido: lo que le sucedió fue un “terrorismo psicológico”.
El tono de los mensajes demuestra un nivel descarado de manipulación y victimización por parte del expresidente, reflejando claramente las tácticas que algunos agresores utilizan para mantener el control y desviar la atención de sus acciones. Este comportamiento ilustra cómo los agresores manipulan la narrativa para posicionarse como víctimas y evadir la responsabilidad de sus actos.
El compromiso de un líder puede parecer sincero y sólido en el escenario público, con discursos apasionados, campañas de sensibilización y políticas prometidas para combatir esta lacra. Sin embargo, cuando el comportamiento personal de ese mismo líder contradice su discurso, se produce una disonancia alarmante. La dualidad entre las palabras y las acciones plantea una pregunta incómoda pero esencial: ¿cómo puede alguien que perpetúa el abuso ser una autoridad moral en la lucha contra él?
Los líderes políticos no solo deben hablar con firmeza contra el abuso, sino también demostrar un comportamiento que esté en sintonía con sus palabras. La auténtica lucha contra la violencia de género requiere que la conducta personal coincida con los principios que se defienden públicamente. De lo contrario, el doble estándar socavará el progreso en estas temáticas, ya que las acciones suelen hablar más alto que las palabras.
No quiero dejar de mencionar que la creencia de que la violencia de género solo afecta a mujeres de bajos recursos limita nuestra comprensión del problema y minimiza el sufrimiento de aquellas en posiciones sociales elevadas. Aunque los casos en entornos privilegiados pueden ser menos visibles debido a la tendencia a ocultar problemas, la violencia sigue ocurriendo, solo que a menudo está menos documentada.
Para avanzar en la lucha contra la violencia de género, es crucial que quienes ostentan el poder actúen con coherencia con lo que predican. La coherencia entre palabras y hechos no es solo una cuestión de integridad personal, sino un requisito fundamental para liderar de manera efectiva en esta lucha.
Violence against women by a former president
In the public sphere, the discourse on violence against women has acquired crucial relevance. Political leaders, activists, and institutions have committed to eradicating this severe problem, advocating for stricter policies, support for victims, and a culture of respect and equality. However, the reality can be much more complex and discouraging when the same leaders who preach the eradication of gender violence are involved in cases of abuse.
The recent scandal of the former president of Argentina, Alberto Fernández, accused of assaulting his ex-partner, exposes a contradiction, challenging the authenticity and effectiveness of the messages proclaimed from the spheres of power.
During an investigation against Fernández for alleged corruption, federal magistrate Julián Ercolini ordered a review of the cell phone of the former private secretary of the former president, finding old messages sent by his ex-partner, Fabiola Yañez, in which she denounced episodes of abuse. This led to a broader investigation, opening Pandora’s box of violence.
It is not my intention to delve into the intimate details of the violence suffered by the victim, as it could be invasive and distort the main message about gender violence. In addition, the repetition of these images or messages can re-victimize the affected people and divert attention from the central problem. However, it is essential to highlight a phrase from the victim that drastically sums up what she experienced: what happened to her was “psychological terrorism.”
The tone of the messages demonstrates a blatant level of manipulation and victimization by the former president, clearly reflecting the tactics that some aggressors use to maintain control and divert attention from their actions. This behavior illustrates how aggressors manipulate the narrative to position themselves as victims and evade responsibility for their actions.
A leader’s commitment can appear sincere and solid on the public stage with passionate speeches, awareness campaigns, and promised policies to combat this scourge. However, when that same leader’s behavior contradicts their speech, an alarming dissonance occurs. The duality between words and actions raises an uncomfortable but essential question: how can someone who perpetuates abuse be a moral authority in the fight against it?
Political leaders must not only speak out against abuse but also demonstrate behavior that is in tune with their words. The authentic fight against gender-based violence requires that personal conduct matches the publicly defended principles. Otherwise, double standards undermine progress on these issues, as actions often speak louder than words.
I would not fail to mention that the belief that gender-based violence only affects low-income women limits our understanding of the problem and minimizes the suffering of those in high social positions. Although cases in privileged environments may be less visible due to the tendency to hide problems, violence still occurs; it is just less documented. To make progress in the fight against gender violence, it is crucial that those in power act in a manner consistent with what they preach. Consistency between words and actions is a matter of personal integrity and a fundamental requirement for effective leadership in this fight.